Thursday, August 14, 2025

To all caregivers

The Paps Fam (author) · “To My Caregivers, My Children” —You didn’t sign up for this. Not for the slow unraveling of the parent you once knew, not for the days that feel like watching me fade in real time. You didn’t sign up for the tremor in my hands, the halting of my words, the way I sometimes stare at the wall because my mind has slipped somewhere you can’t follow. You didn’t sign up for the smell of medicine on my breath, for changing my clothes when I cannot, for the endless cycle of pills, appointments, and tears I try to hide. And yet… here you are. Not turning away. Not running from the parts of this that are ugly, or heavy, or unbearably slow. You see me— not just the shell of me, but the one who taught you to walk, who stayed up in the night when you were sick, who loved you before you even had a name. And now, you love me in the most unglamorous, unphotographed way— with hands that lift me, with patience that holds me together, with a steady presence that says, “I will not leave.” I know it’s hard to watch me die by inches. It’s hard to see me slip away and still come back tomorrow, ready to help me take another slow step. But please know this— every touch, every small mercy you give me is not lost. It is written in the deepest part of me. And if I could, I would gather it all into words and tell you how much it means that my last chapters are being written in your hands. Thank you— for carrying me through the part of life no one dreams about. For showing me that love doesn’t end when the body begins to fade.

Saturday, August 2, 2025

Limpie sus banos durante 12 anos.....

Elizabeth Alvarez (facebook) 6h · Limpié sus baños durante 12 años; no sabían que el chico con el que llegué era mi hijo... hasta que se convirtió en su única esperanza de supervivencia. Me llamo Chinyere. Empecé a trabajar como limpiadora en la Mansión Oladimeji a los 29 años. Era viuda. Mi marido había muerto en el derrumbe de un edificio, y solo me quedaba mi hijo de cuatro años, Ifeanyi. Cuando le rogué a la señora Oladimeji que me diera trabajo, me miró de arriba abajo, evaluándome antes de decir: «Puedes empezar mañana. Pero ningún niño debe andar suelto. Se quedará en las habitaciones de atrás». Asentí. No tenía otra opción. Nos mudamos a las habitaciones de los chicos: un solo colchón, un techo con goteras y mucho silencio. Todas las mañanas, fregaba suelos de mármol, pulía las tapas de los inodoros y limpiaba lo que dejaban los tres niños mimados de la señora. Nunca me miraban a los ojos. ¿Pero mi hijo? Él observaba. Él aprendía. Y todos los días decía: «Mamá, te construiré una casa más grande que esta». Ifeanyi era brillante. Le enseñaba los números con tiza y baldosas rotas. Leía periódicos viejos como si fueran libros de texto. Cuando cumplió 7 años, le supliqué a la señora: «Por favor, señora, que vaya a la misma escuela que sus hijos. Trabajaré extra. Le pagaré con mi sueldo». Se burló. «Mis hijos no se juntan con los hijos de las empleadas domésticas». Así que lo matriculé en una escuela pública local. Caminaba dos horas todos los días. A veces descalzo. Pero nunca se quejaba. A los 14 años, ganaba concursos estatales. Una de las juezas, una mujer del Reino Unido, se fijó en él. «Tiene talento», dijo. «Si tuviera la plataforma adecuada, podría llegar a ser alguien increíble». Nos ayudó a solicitar becas internacionales. Y así, sin más… Entró en un prestigioso programa de ciencias en Canadá. Cuando se lo conté a la señora Oladimeji, se quedó atónita. "¡Espera! ¿El chico con el que viniste aquí... es tu hijo?" Sonreí. "Sí. El mismo chico que creció mientras yo limpiaba tus baños". Ifeanyi se fue a Canadá. Yo me quedé. Seguía limpiando. Seguía invisible. Hasta que un día, todo cambió. El Sr. Oladimeji sufrió un infarto. A su hija mayor le diagnosticaron insuficiencia renal. Sus negocios se desmoronaron. Su riqueza se desvaneció como la niebla. Los médicos les dijeron: "Necesitan expertos internacionales. Pero nadie está dispuesto a ayudar". Entonces llegó una carta de Canadá: "Me llamo Dr. Ifeanyi Udeze. Soy especialista en trasplantes. Puedo ayudar. Y conozco muy bien a la familia Oladimeji". Regresó con un equipo médico privado. Alto. Guapo. Competente. Al principio no lo reconocieron. Entonces miró a la señora y dijo: «Una vez dijiste que tus hijos no se mezclan con los hijos de las criadas. Pero hoy… la vida de tu hija está en manos de una sola». La señora cayó de rodillas. «Lo siento. No lo sabía». Se giró suavemente. «Te perdono. Porque mi madre… me enseñó compasión. Incluso cuando tú no la tuviste». Operó a la hija con éxito. Le salvó la vida. No cobró ni una sola naira. Solo dejó una nota escrita a mano: «Esta casa una vez me vio como una sombra. Pero ahora, camino con la cabeza alta, no por orgullo… sino por cada madre que limpia baños para que su hijo pueda crecer». Volvió a mí. Me construyó una casa. Me llevó a ver el océano, algo con lo que siempre había soñado. Hoy, me siento en el porche de mi casa, viendo pasar a niños con uniformes, uniformes que yo jamás podría permitirme. Y cada vez que los oigo gritar "¡Dr. Ifeanyi!" en una revista o en las noticias... Sonrío. Porque antes, solo era la criada. Pero ahora, soy la madre del hombre sin el cual no pueden vivir.

Thursday, July 31, 2025

ME LLEVÉ A MI MADRE A CASA. PARA SIEMPRE.

Reflexiones Para Ti July 23 at 3:15 PM (facebook) Una reflexion en Facebook que me encanto ME LLEVÉ A MI MADRE A CASA. PARA SIEMPRE. Sin planearlo. Sin acuerdos. Sin mucha conversación. Un día, simplemente, la vi… y supe que ya no podía seguir sola. Con una sola bolsa en la mano. Adentro: unas medias, unas pantuflas con la frase “La mejor abuela del mundo”, un camisón suave, una bata abrigadora… y, sin saber bien por qué, una funda de almohada. Ella misma lo empacó todo. En silencio. Sin drama. Con la dignidad que siempre la ha caracterizado. Desde hace semanas, vive conmigo. Pero ya no es la mujer fuerte que me crió. Ahora es… una niña mayor. Camina lento por el pasillo, arrastrando sus pantuflas, deteniéndose antes de cruzar el umbral como si hubiese algo invisible que tuviera que esquivar. Sonríe al perro, oye voces que yo no escucho y cada día me cuenta con detalle lo que “le dijeron”. Come despacio, muerde el chocolate con cuidado, toma su té sujetando la taza con las dos manos… porque una ya le tiembla. Se ajusta el anillo a cada rato, como si temiera que se le escape el último pedacito de su historia. Y la veo. Tan pequeña. Tan indefensa. Como si por fin… se hubiera permitido rendirse un poco. Como si, después de tanto luchar, al fin se permitiera descansar. Y me entregó su vida. Así, sin exigir nada. Confiando en mí como yo alguna vez confié en ella cuando me curaba la fiebre o me peinaba para la escuela. Y ahora… su tranquilidad depende de si yo estoy en casa. Escucho su suspiro de alivio cuando me oye abrir la puerta. Así que trato de salir poco, de no irme por mucho tiempo. Y yo, que ya había criado a mis hijos… vuelvo a cocinar sopa todos los días, vuelvo a tener galletas en la mesa, vuelvo a estar pendiente de una criatura frágil, dulce y silenciosa. ¿Qué siento? Al principio, miedo. Porque ella era independiente, fuerte. Vivió sola incluso después de la muerte de papá. Por primera vez en sus 80 años, hacía lo que quería. Y luego vino ese maldito virus. Y algo se apagó dentro de ella. ¿Y ahora? Ahora siento amor. Una ternura que no cabe en el pecho. Una paz rara. Y un deseo profundo de hacer que sus últimos años… sean los más bonitos posibles. Llenos de sopa caliente, de croquetas caseras. De calor, de calma. De mi presencia. De mi amor. Porque ahora tengo en casa una hijita. Tiene 83 años. Y solo quiero que se quede conmigo… el mayor tiempo posible. Para que ella no se sienta sola. Y yo… no me quede con remordimientos. Gracias, mamá. Por estar. Por seguir aquí. Por dejarte cuidar.